martes, 12 de febrero de 2013

¿HAY REVOLUCIONES DE TERCIOPELO?

El paso del tiempo y las revoluciones cambian a una sociedad. No hay país o continente que, a lo largo del siglo XX no haya vivido, sentido o sido epicentro de alguna clase de conmoción política, cultural, económica o religiosa que sea tan drástica, que hay dejado incólume sus valores, mitos y creencias. Incluso, las sociedades contemporáneas siguen teniendo los flujos y reflujos de sacudidas de lo que en un momento se creía fijo, inmutable o destinado a permanecer inamovible. Ni las ideologías, ni las tradiciones más milenarias han podido mantenerse a lo largo del paso del tiempo de forma permanente. El ser social propugna los cambios y los individuos en cada sociedad, tiempo y lugar son impactados por las mareas de lo histórico. Ni la teoría de Francis Fukuyama fue capaz de tener la certeza si la tesis que la historia como ámbito de enfrentamiento de las ideologías, terminaría en la consagración de una democracia liberal de forma permanente. Nada es fijo; todo es mutable, más en las sociedades más tercamente aferradas a tratar de colocar muros físicos o ideas cerradas.

En la dinámica de la cartelera teatral caraqueña de este año 2013, un trabajo escénico está creando en el público un tentador momento para re pensar que significa la historia y cómo debe ser aprehendido el concepto de revolución. La agrupación Teatro Forte estrenó en este primer bimestre, la pieza del dramaturgo checo, Tom Stoppard (cuyo nombre es Tomás Straussier, 1937; nacionalizado británico) cuya fama como escritor ya es universal gracias a un grupo significativo de obras (como, por ejemplo de Rosencrantz y Guildenstern han muerto; pasando a Jumpers o, La invención del amor). Autor con influencias del absurdo, exploró con distintos ángulos el empleo del lenguaje a fin de generar una dramaturgia con guiños de humor, juegos de doble significación, manejo de una temporalidad múltiple y haciendo agudas incidencias político filosóficas que inquietan hasta al menos versado de los espectadores.

En esta temporada 2013, la pieza Rock 'n' Roll (2006) de Sttoppard fue versionada y escenificada por uno de los directores más osados de la actual faceta profesional del teatro caraqueño; me refiero, a Vladimir Vera, quien acompañado de un notorio staff actoral y apoyado de forma profesional por diseñadores y realizadores de alto vuelo, se arriesgaron a mostrarle a esta urbe caraqueña -desde la Sala Uno del Celarg- el montaje Rock n’ Roll: la revolución de terciopelo.

Espectáculo profundo en ideas, con correcto desempeño creativo y artístico; de efecto contundente tanto por lo que se dice como se hace expone en su trasfondo argumental dado que su poder dialógico conlleva visiones antagónicas que realmente trasciende lo vacuo o superficialidad que algún desprevenido trate de hacerle a la lectura de lo dramatúrgico e, incluso, de la propia ostentación de construcción de los personajes en sus particulares conflictos ideológicos.

Trabajo de puesta en escena que buscó ser compacto sin apelar a tinglados efectistas y evitando confeccionarlo para audiencias que más de las veces esperan reír con cualquier cosas y hasta saber que están ante un divertimento grueso y edulcorado que justifique lo que pago por taquilla. ¡No!, la propuesta armada por Vladimir Vera -para un tiempo cercano a las dos horas- pareciese ostentar un comportamiento que, en algunas opiniones le han etiquetarlo como teatro donde no pasa nada, de espectáculo solo lleno de una larga retahíla de diálogos fragmentados y cuya temporalidad apenas logran encadenar de un modo unívoco y eso que existe el elemento conceptual de música rock retro in vivo la cual también tiende a no generarles mayores referentes.

Para mi visión de un hombre maduro, que sin haber vivido la profundidad de los problemas ideológicos, políticos y sociales que empujaron a jóvenes e intelectuales a lo largo de más de dos décadas en la Europa del siglo XX, la postura que se levantó contra la sociedad checa tras la famosa Primavera de Praga y la caída del muro que dividió a la Alemania luego de la rendición alemana posterior al conflicto bélico de los años cuarenta, coloca ese acento entre dos sociedades: una, el mundo checo; otro, el contexto inglés. Allí, la oleada de comunismo se extendía hacía países ciudades como Praga o Hungría y bajo el peso de los tanques que ocuparon territorios y llevaron la hoz y el martillo junto con la tercera internacional, los intelectuales como los estudiantes, contraponían sus ideales como sus sueños y, enmarcando todo ese mundo de agitación como de cambios de paradigmas políticos, la presencia de la música rock y la cultura Pop; la trama hará que dos familias con visiones antagónicas y pasiones ideológicas se vean atrapadas en la influencias de discurrir como vivir esos cambios pero sobre todo, tratando de ser fieles a los que los movilizó. Será un periplo de casi veinticinco años donde la radiografía de una época se dibuja con efecto palmaria para ver como hace que cambie y permuten cada individuo, que haga y se perciba como las sociedades marcan a sus miembros cuando el efecto de la revolución no es un simple juego que se toma o se deja sino que demanda a cada cual, una postura. He allí la base de los conflictos de esta obra y no de un montaje que debe tener conflictos de fuerza para que el espectador salga de su sumisa recepción.

En un trabajo escénico donde cada espectador deberá estar atento a claves dadas por lo que se dice, por las valoraciones filosóficas e ideológicas que sacuden a los personajes y sobre todo, a lo que las pugnas del pensamiento marcan las mentalidades de los individuos sean o no, comunistas o democráticos, hayan sido jóvenes o sean, actualmente adultos sumergidos en nuestro particular sino de revolución.

La puesta en escena de Vladimir Vera sintetizó con pocos elementos escenográficos su visual de esta pieza de Stoppard; sillas, mesas, utilería, o, una larga mesa. Apela eso sí, a separar dos ámbitos: un plano central horizontal ancho para entradas y salidas para los personajes; otro, un pequeño nivel donde coloca una banda de rock cuya función será cimentar la fragmentación temporal en relación a la exposición de vídeos para ver como el tiempo conjuga esa ruptura de tiempos según y cómo la trama se vaya articulando. La planta de movimientos tuvo gran concepción, solo estuvo servida para crear el ritmo interno de cada escena. La iluminación conjugó los mínimos requeridos para darle uniformidad a la puesta; la concepción de vestuario estuvo a cargo de “los estudiantes del Instituto de Diseño de Las Mercedes” que lograron conceptualizar “el espíritu rebelde de una generación”.

Pero, sin duda, lo que valoro fue la capacidad histriónica para este montaje que como conjunto dio su mejor esfuerzo para generar una vital como densa representación. Aplaudo los desempeños dados por Javier Vidal, Gladys Seco, Jesús Sosa y Nattalie Cortez quienes aprehendieron, mostraron con lucidez sus papeles. Con desparpajo a veces, con fuerza, otras. Fueron piedras angulares donde este trabajo escénico brilló y hace que la recepción esté atenta por casi ciento veinte minutos. La respuesta de Domingo Balducci, María Fernanda Esparza, Fabiola Arace y Jan Vidal debió ser más observada por la dirección a fin de extraer una potencia para sus variantes al asumir sus respectivos personajes.

Quien no logró convencerme dado que le sentí atrapado en una solo línea de composición fue a Elvis Chaveinte; él debía hacer más patente los cambios temporales, debió constituir un todo orgánico más profundo y consustanciado hacia la respuesta que tenía que ostentar con lo que le ocurrió en esa larga temporalidad donde sucesos externos y marcas emocionales internas tenían que hacerse sentir con más realce. Sé y he constatado que Chaveinte es buen actor, es disciplinado y se exige en sus trabajos pero acá deberá replantearse –si aún lo desea- el revisar que es lo que le ocurre a su personaje, para evitar la monotonía y exposición plana sin variaciones a los largo de la representación; de lograrlo, el espectáculo crecerá aun más. Estoy convencido de ello.

Rock n’ Roll: la revolución de terciopelo

no es un montaje que sea para todo público; es una experiencia escénica que propone ideas y no evasión. Se debe leer con calma y sin expectativas y desde ese ángulo creo que un público atento logrará no solo comprender un esfuerzo sino un teatro de apuesta a decir cosas más que a complacer sentidos.

Carlos E. Herrera