martes, 15 de marzo de 2011

¿QUÉ HACEMOS CON LAS VACAS?

Dentro de lo que ha acontecido como respuesta escénica por los grupos teatrales caraqueños para el trimestre Enero – Marzo de 2011, destacó una producción ofrecida por el Teatro del Contrajuego en los espacios de la Sala Experimental del Celarg. A partir de la adaptación del libro (Las voces del laberinto escrita en el año 2005) del autor español, Ricard Ruiz Garzón, se aborda un sintético como aguda propuesta hacia el espectro de recepción que conforma nuestro público local; me refiero al anti espectáculo Hay que tirar las vacas por el barranco. Y califico este esfuerzo escénico por “antiteatral” o como uno de sus actores –en una conversación sostenida antes de confrontar esta producción- como de “teatro puro” debido no solo a lo experimental que hilaba no solo la puesta en escena donde al más parca visual de un “teatro pobre” o apelando tentativamente, las cotas teóricas brookianas, el espacio vacío potencio la fuerza creativa de texto, actor y marco conceptual en un todo donde la síntesis en más que obligación y la potencia significante no solo debía de partir de los creadores –directores / actores- sino de la remodificación que el espectador arma para sí, una vez al salir del espacio. Tal y como podría ubicarse el núcleo temático del texto de Ruiz Garzón, Hay que tirar las vacas por el barranco apela a hablarnos sin tapujos y sin regodeos de los oscuros vericuetos de lo que en psiquiatría se denomina: la esquizofrenia. Un trastorno invisible o visible para quien está afectado; invisible o patente para quienes deben de lidiar junto a un ser querido, una pareja o un amigo, el duro camino de no ser visto como alguien anormal. Con estas premisas, el Teatro del Contrajuego apostó a experimentar, a proponer, a articular una posibilidad que no cayese en una línea de experiencia escénica con miras a ser contemplada como “espectáculo de evasión” sino como un sentido de crear una atmósfera de reflexión que para unos les pudo tocar en su más profunda sensibilidad y a otros, generarle incomodidad dado que no resultaba nada fácil convertir un momento de deleite con lo que se supone ir al teatro ¡a pasarla bien!, distraerse o, en lo más evasivo, a buscar una catarsis con algo gracioso que le hiciese dislocar su realidad cotidiana llena de preocupaciones y cargas de estrés. Un teatro hilado bajo el corsé de lo testimonial donde tres actrices y un actor que sometidos a la visual de un concepto de dirección a ocho manos es decir, por cuatro directores (Orlando Arocha, Juan José Martín, Julio Bouley y Ricardo Portier) configuraron un encuentro incisivo por la crudo del tema manejado como fascinante por la capacidad de imbricarse como gestores de una unidad de significación estético – artística y conceptual que –pude constatar- alentó hasta el espectador más desprevenido induciéndolo a sintonizarse como la (s) trama (s) que se daba (n) tras este montaje. La performance dada por las actrices como Diana Volpe (aplomada y eficazmente técnica en lo corpogestual y manejo de inflexiones con la voz la hizo siempre estar como centrada en su papel); Magali Serrano (nos lució siempre desenvuelta y plena de una gracia interior que no desvirtúo su búsqueda de caracterización) y Haydee Faverola (asumiendo un papel duro pero a la vez contundente que empujaba la atención del espectador gracias a esa depurada capacidad de generar sutilezas tras el entendimiento / exposición que ameritaba el constructo del personaje que tuvo que abordar) se sumaron al trabajo interpretativo del actor - director, Ricardo Nortier quien se articuló perfectamente en la línea rectora de la propuesta y mostrando que sí podía mostrar a la sala esa dual expresión del personaje - paciente como la del rol de auto dirigirse. Tomando algunas de las ideas que el mismo grupo ofreció a la prensa cito para dar una idea de lo que ellos buscaron como trabajo escénico: “A través de los testimonios literarios de los afectados, estructurados en cuatro bloques, se recorre todo el proceso de esta dolencia, desde el brote, pasando por el estigma, hasta llegar al despertar la recuperación- o la salida, que pudiera ser el suicidio” Sin duda, esta idea fue plasmada con sinceridad, con rigor y con un auténtico canal de decir cosas a nuestra sociedad que aun desconoce los abisales trasfondos que la esquizofrenia puede mostrar en pleno s. XXI. Trabajo conmovedor y que nos activo a pensar más que a disfrutar por evadir. La contemplación de un trabajo de creación artístico como el que logró el Teatro del Contrajuego con Hay que tirar las vacas por el barranco denota una vez más que este colectivo no se apega a facilismos ni a esfuerzos traídos por los pelos. Si el riesgo era provocar la capacidad de atención por un lapso, generar reflexión que trascendiese el espacio – tiempo de la contemplación, de sacudir la apatía o desdén que una enfermedad como está causa en algunos seres de nuestra sociedad, pues ello no solo es lo que desde mi humilde recepción pudo constar sino que lo validé con lo que ellos expresaron en su gacetilla a los medios: “a los espectadores al tortuoso y complejo universo de quienes padecen los distintos tipos de esquizofrenia, aportar una mirada crítica hacia el estigma y los estereotipos que pesan sobre la condición de los enfermos y de sus familiares, y recorrer, no sin cierta fascinación, el abigarrado, conmovedor y contradictorio lenguaje de los pacientes, capaces de hacernos dudar sobre las más básicas convenciones en torno a la “locura” y la “normalidad”. Lo anterior, fue un eje medular que sinceramente se obtuvo y que desde la butaca en la cual especte pude comprobarlo con solo otear de forma directa o de soslayo al mirar al resto de los espectadores que en ese día de temporada del mes de Febrero estaban enredador de mi persona. El objetivo de montar este “teatro del testimonió” caló –estoy seguro- profundamente en cada uno de nosotros y por ello, en mi fuero interno me atreví a decir por lo visto: ¡Bravo!