viernes, 25 de diciembre de 2015

ESCRITOS, NOTAS, ENTREVISTAS Y CRÍTICAS PARA LA MEMORIA (III)

DRAMATURGIA Y CRÍTICA TEATRAL: EL INACABADO JUEGO DE LAS INCONFORMIDADES MUTUAS.

Antes de dar formal exposición a lo que se me convoca en este importante Congreso, siento la necesidad de reiterar algunos conceptos básicos entorno a lo que entiendo como dramaturgia y hecho crítico. En primer término, la dramaturgia comporta varias acepciones, una de ellas nos refiere que es el arte “de la composición y escritura de obras teatrales”.

Si de escribir obras teatrales se trata hemos podido constatar que tras su lenta pero inexorable evolución de más de 25 siglos ha permitido edificar el monumental zigurat que reverenciamos bajo el concepto de teatro. Una segunda acepción sitúa a la dramaturgia en su esencia más cara, es decir, es el arte de la palabra y como arte no resulta fácil apropiarse de sus secretos ni se presta para que cualquier aventurero o aprendiz de brujo la emplee para fines que no le son propios.

Por ende, ser dramaturgo y asumir con rigurosidad las asperezas y mieles del oficio implica, de entrada, conocer y manejar las exigencias de una técnica muy precisa cuyos principios y reglas fundamentan ese único objetivo de creación final: la obra escrita.

Por lo anterior es que no afirmo nada nuevo al decir que la dramaturgia se articula desde la dimensión de una forma teatral y de un contenido ideológico. Tampoco cuando expreso que esta es una fórmula artística capaz de “representar el mundo” que vivimos y que es capaz de convocar situaciones únicas e irrepetibles.

En todo caso, la dramaturgia como arte de la palabra y como oficio de “todos los días” supone del escritor una sólida formalización de su pensamiento creador así como el pertinente manejo de una provocadora “espiritualidad” capaz de introducirnos a esa particular “zona de participación” que es, básicamente la pieza de teatro desde la cual la poética del imaginario, las ficciones de lo posible y lo imposible y las situaciones paradojales pueden convivir como una gran metáfora de los que somos o aspiramos ser.

Como sabemos, desde hace muchos siglos se han venido formulando diversas teorías que han buscado explicar la lenta evolución del arte de la dramaturgia así como sus variaciones e interpretaciones dentro del seno de una práctica escénica que, paralelamente también se iba modificando junto a ella.

No nos resulta extraño pues, que en las cercanías del siglo XXI aún la dramaturgia siga hablando, discutiendo y jugando con reglas, convenciones y formulaciones conceptuales surgidas en épocas pretéritas y que a la luz de las nuevas prerrogativas escritúrales aún sigan teniendo la misma validez que pudieron tener en el período grecorromano o en la plenitud del simbolismo.

Posturas, interpretaciones, teorías, conceptos, contraposiciones son parte de las situaciones implícitas en ese gran corpus dramático interpretativo y analítico subyacente desde la Poética del clásico Aristóteles, pasando por las aportaciones de Lessing y su Dramaturgia de Hamburgo a las disquisiciones del agudo Brecht con su Pequeño Organón
, han hecho que el sentido de la obra teatral escrita y entendida como producto intelectual de arte no sea un mero artículo de una circunstancia o una coyuntura histórica.

En sí, todos este universo de teorías y conceptos de lo que ha sido y debe ser la dramaturgia como hecho de arte nos proyecta el arduo trabajo de muchos que han entendido que tras esta sistematización teorizante se ha podido una dramaturgia que ha vivido y aún vive con su particular salud y que, - quiérase o no - aún es susceptible de ser re-interpretada, re-formulada, re-teorizada y re-conceptualizada según las necesidades históricas que cada tiempo le imponga.

Apartándonos de esto, insistiré diciendo que la dramaturgia aparte de ser un arte que elabora obras de teatro representa, desde mi perceptiva a ese “lugar de proyección de los análisis y hallazgos científicos, lingüísticos, estructurales, de los elementos constantes que determinan la estructura del drama, su funcionalidad tanto estética como esa obligante recepción e incidencia del público”; por tanto, la dramaturgia es un proceso especial y único el cual también puede ser susceptible de ser tergiversado y corruptible si se malentiende su esencia de arte o se emplea para fines perversos.

Sobre este respecto extrapolamos una reflexión del dramaturgo alemán Botho Strauss quien nos expone que: “lo que dificulta el trabajo en el drama, que sin embargo nos ha de llevar a los grandes conflictos y a las caídas desde gran altura, es lo mismo que no advertimos en ningún lugar; hoy, ni siquiera es posible explicar esos conflictos y antítesis en el pensamiento. El mundo de nuestras experiencias está lleno de ambivalencias y dobles ataduras, lleno también de una “diversidad sensible de opiniones” y un extraordinario malentendido respecto de los medios (...)”.

Desde esta “diversidad sensible de opiniones” quizás sea desde donde se inscriban tanto el germen del facilismo y algunas falsas conceptualizaciones de la acción escritural individualizada; en todo caso, también siento que es factible que ciertas realidades provenientes de esta diversidad incidan sobre un determinado proceso dramatúrgico para mellarlo e impregnarlo del virus fetichista de una cierta moda, de un cierto modelo conceptual que funciona aquí pero no dice nada allá y que, en resumidas cuentas, son sólo los aspavientos de un dramaturgo escasamente comprometido y débilmente preparado el cual se deja arrastrar por las circunstancias más que por las premisas que el oficio impone.

En segundo término, discurriré brevemente sobre lo que entiendo como práctica crítica. Una vez situada esta aclaratoria, pasaré a contraponer ambas disquisiciones sobre el singular tramado de lo que a mi modo de ver las cosas entiendo como realidad de las relaciones entre la dramaturgia y el hecho crítico.

Pues bien, tomando en calidad de préstamo la conceptualización emitida por un crítico e investigador teatral local diría al igual que “quien ejerce la crítica debe ser considerado como un obrero de un arte efímero”.

Esta sencilla pero contundente formulación de cómo podría ser entendido como la figura del crítico teatral y lo que implícitamente debería representar su accionar reflexivo frente al hecho teatral en sus más diversas posibilidades hace que, por un lado, algunos se pregunten si tal definición es lo suficientemente válida como para permitirse que esta figura calificada como “crítico de arte” la cual por razones desconocidas se ha mantenido alejada del proceso creador teatral previo pero que, una vez levantado el telón de cualquier teatro se apersona en su condición de observador privilegiado para juzgar bajo exigencias “subjetivas-objetivas” un producto escénico cualquiera sólo porque se esta figura se ha auto concedido la pretensión de ser el cierre de la particular cadena de lo teatral.

Estoy convencido de no tener la respuesta y que la misma tampoco surgirán del marco de discusiones de este Congreso. En todo caso, el problema de definición de lo que es la crítica teatral no es lo contingente a ser discutido. Creo que el problema radica en discernir las ataduras y desvinculaciones del crítico frente al desarrollo del teatro como tal.

Quiérase o no, hemos podido verificar que, para algunos teatristas la crítica de teatro es simplemente una acción sin solución o, el entronizamiento de supuestos reflexivos “subjetivos” totalmente desvinculados del objeto al cual se dirigen. Para otros, la crítica teatral es la imposición de una postura reduccionista e inmediatista que no ha tenido incidencia ni relevancia frente al mismo hecho del arte escénico debido a que en ciertos situaciones históricos de una sociedad el mismo teatro no ha tenido un desarrollo profundo y de honda trascendencia para su evolución como arte; por tanto, la crítica sólo se ha adosado como una rémora y sus limitadas respuestas reflexivas han sido producto indirecto de “la falta de frondosidad” [tal y como lo expresó una vez el dramaturgo venezolano, Edilio Peña]del árbol de lo teatral.

Siento que intentar definir las preguntas: ¿Qué es un crítico teatral?, ¿Cuáles son sus funciones?, ¿Para qué la crítica?, ¿Ha ayudado al desarrollo de lo teatral?, ¿Cuáles han sido sus aportes?, ¿En algún momento se ha vinculado directamente con alguna parte del hecho escénico?, ¿Se invalidaría la crítica de asumir esta condición de arte y parte?, ¿Debería mantenerse tal y como la hemos visto accionar?

Quizás estas y otras preguntas ayudarían a definir lo que es el crítico teatral, sus funciones y esa tentativa relación con cada una de las partes que constituyen lo teatral. Empero, estas respuestas son sólo un segmento del universo de interrogantes a las que somos convocados para que desde cierta dialéctica se propicien - por lo menos - alguna aproximación definitoria de lo que es contemporáneamente el crítico teatral y sus reales vinculaciones con el arte teatral.

Parte de la incredulidad que se ha tenido sobre la labor del crítico ha sido fundamentada en el hecho que el crítico sólo es un vulgar cronista que testimonia una parte del acontecer escénico de una sociedad. Quizás la validez o no de su escrito sea tomada en cuenta porque se entiende que esa opinión será el único testimonio de lo que fue un determinado producto teatral.

Si bien es cierto que algunas opiniones también respetan las posturas y opiniones del crítico de teatro es porque este ha sabido asumir su rol con algo más que un simple subjetivismo personal, es decir, que la práctica reflexivo-analítica no se limita a convertirse en algo para ser difundido en un medio impreso sino que busca a través de esta reflexión el cumplir con un papel de mayor relevancia para el mismo producto del cual parte.

Un crítico teatral que se considere profesional del oficio, es un técnico objetivador del acontecer artístico cuyas armas más poderosas son el disponer de un sólida cultura, de manejar diestramente la racionalidad y multiplicidad de los conceptos y las teorías y poseer una abierta capacidad de pensamiento no empírico con el cual poder edificar esa metodología formal con la que articulará su discurso crítico.

En consecuencia, la labor del crítico de teatro no puede ni debe constreñirse a lo anecdótico de ciertas situaciones, a manipular sus observaciones y reflexiones de acuerdo a sus gustos personales y, menos que nada, el sentirse con la máxima autoridad de una verdad y una objetividad que siempre será susceptible de ser discutible.

Asimismo, “la crítica no debe considerar el hecho teatral como si fuera una mónada estética; siempre debe considerarlo y discutirlo enraizado a una historia que, con antelación, no es teatral (...)”. Esta es parte de una serie de aspectos poco discutidos por los oficiantes de la crítica y menos aún, exigido por los oficiantes del teatro en general.

Pareciese que en ambos casos se diese parte de los síntomas del “síndrome del avestruz”, prefiero no ver ni exigir para evitar que me vean y me exijan. Así ha sido parte de las relaciones entre el hecho teatral y el hecho crítico venezolano de las últimas décadas: una simbiosis de repelencias mutuas.

He llegado a esa significativa encrucijada donde siento que debo decir sin temor ni tapujos, que las relaciones entre los dramaturgos y los críticos no existen o, por lo menos han sido formuladas en un marco de tono complaciente.

Creo que no caigo en especulación alguna al expresar lo anterior y me gustaría que alguien acá presente argumentase lo contrario. Siento que la línea de trabajo creador del dramaturgo se ha desarrollado autónomamente sin que nada ni nadie haya sido capaz de observarle sus logros o limitaciones.

Por años nuestros dramaturgos han asumido fieramente el oficio sin que hayan posibilidades de un encuentro con su creación tal vez por viejos recelos, tal vez por una soterrada desconfianza, tal vez por el temor de que sus ideas sean robadas o tal vez porque no les gusta que nadie confronte sus creaciones hasta el momento en que sienten que las mismas son un producto acabado.

Si bien un dramaturgo es un artista cuyas obras pueden concitar “zonas de participación” originales en aquellos que han confrontado sus piezas tanto a nivel del espectáculo como tal o, por medio de la lectura simple, si un dramaturgo es capaz de formular poéticamente o dramáticamente un corpus escritural donde el manejo de ciertos códigos personales objetiven su propia espiritualidad y se constituyan en una posibilidad para conformar, validar o derribar valores, mitos y creencias y si un dramaturgo juega con sus objetivaciones para conformar una respuesta al tiempo en el cual está inserto, cabría preguntarse: ¿Por qué este mismo dramaturgo se ve invadido o, en el peor de los casos agredido cuando alguien le propone discutir su producto escritural?, ¿Por que ese celo tan “arrecho” con su obra? ¿Es que acaso presiente que su obra no puede hablar por sí misma y solo tiene que esperar la mano interventora del director de escena o que sea impresa para que se valide ante propios y extraños?, ¿Por qué raramente se dan situaciones de confrontación de la obra producida y la opinión del crítico antes de cerrarse definitivamente su acabado final?, ¿Por qué el dramaturgo desconfía de la crítica si esta, a fin de cuentas la confrontará a través de la materialidad de la puesta?

Muchas preguntas y pocas respuestas. Pero parte de estas las he detectado en una hermética como extraña relación con algunos jóvenes dramaturgos que, menos desconfiados y más abiertos a ser confrontados han permiten cierto nivel de intercambio de ideas sobre lo que han sido los conceptos y premisas sobre las que ha edificado su obra.

De igual manera, una muy escasa minoría de dramaturgos calificados como “consagrados” han prestado sus bocetos de piezas a la crítica con objeto de oír alguna sugerencia sobre los temas abordados, o sobre el trabajo de estructura, de la definición de trama y personajes, etcétera.

El común denominador para ambos casos, es que las relaciones siguen siendo tímidas, poco continuas y casi fundamentada en un singular intercambio de opiniones de sordos debido a que ninguna de las dos partes se tiene la suficiente confianza como para que se establezcan verdaderos nexos de cooperación y discusión.

Quizás un sano momento de intercambio y fortalecimiento mutuo de las relaciones entre la dramaturgia y la crítica se dieron a finales de la década de los sesenta y mediados de los setenta cuando algunos dramaturgos integrantes de lo que luego se denominaría la “santísima trinidad” así como otros autores que empezaron a emerger en el terreno de la escritura teatral al parecer esbozaron ciertos vínculos con la crítica que para aquel entonces operaba en nuestro medio teatral produciéndose una clase de encuentro enriquecedor y con un nivel menos restringido de celo para que las obras antes de llegar a la escena fuesen leídas, comentadas y reflexionadas por personas distintas a quienes las habían escrito.

Tal situación es imposible de presenciar hoy día. Ese celo y esa desconfianza del dramaturgo hacia el crítico teatral parece que se ha exacerbado. Las razones de ello las desconozco, pero presiento que han sido el producto de un no acercamiento de las partes y del disgusto o rechazo que siente el escritor de teatro cuando sus obras han sido analizadas negativamente por el crítico una vez que la ha visto representadas por un grupo o por el trabajo de puesta de un determinado director.

Estoy plenamente convencido que ni el dramaturgo ni el crítico de teatro deben seguir manteniendo esta clase de negativo status quo. Se ha afirmado que “la crítica teatral está ahí” pero extinguiéndose por la ausencia de verdaderos oficiantes capaces de entender y proyectar que la relación del crítico debe ser “tetrangular” porque “los vínculos o enfrentamientos se dan entre él, la obra de arte producida por otro, el mundo del autor y el mundo suyo”. También se dice que la dramaturgia salvo honrosas excepciones no aporta nada nuevo al teatro venezolano y lo que está haciendo es sólo retomar las viejas fórmulas, los mismos temas y las mismas líneas de trabajo para regodearse en una labor estéril y sin conexión con la realidad que nos circunda. Tanto una y otra afirmación son sólo piedras lanzadas para ver quien se siente aludido.

En todo caso, si bien la dramaturgia como práctica respondió en otras décadas a definir lo que es ha sido nuestra particular idiosincrasia así como todos aquellos elementos propios de una historia, una sociedad y un tiempo cultural y pudo tener a su lado una crítica que se ha ocupado de validar estas realidades espacio - temporales artísticas más allá de los celos y recelos, entonces ¿Por que hoy día no se retoman esta clase de posibilidad para el bien de nuestro teatro y para que definitivamente se empiecen a dar esas obligantes relaciones de relación mutua entre la dramaturgia y la crítica?.

Creo que Peter Brook tenía toda la razón al razonar la existencia de dos clases de críticos. Por un lado, el crítico vital “que se ha formulado con toda claridad lo que el teatro pudiese ser, y tiene la suficiente audacia para poder en riesgo su fórmula cada vez que participa en el hecho teatral” y, el crítico mortal que está adherido y se ha sustentado en base a las precariedades que también comporta el signo de lo que él denominó como teatro mortal.

En todo caso, si existe una crítica mortal es porque existe también existe una dramaturgia mortal e incapaz de sacudirse de las convenciones, de los clichés y el regodeo narcisista de sus autores. Si las relaciones de la crítica y la dramaturgia se elevan sobre esto último sólo se estaría apostando a la nada y ello es un factor de alta concomitancia para el desarrollo y fortalecimiento de lo teatral venezolano.

Debo concluir diciendo que la crítica y la dramaturgia son dos ejes de importancia para el vehículo de lo teatral. Una es previa y convoca el universo de lo imaginario a través de la interpretación del mundo y su realidad. La otra, es posterior pero convoca una postura reflexiva capaz de validar a la primera si y sólo sí la descodifica y revaloriza en función de elementos históricos y culturales muy precisos.

La joven dramaturgia que hoy en día se enfrenta por vez primera al compromiso creador de la escritura teatral debe dejar de lado las aprehensiones ante la crítica teatral ya que si existen noveles autores también se sabe que existen emergentes críticos.

La dramaturgia producto de las nuevas generaciones tiene que encontrar auténticos y comprometidos oficiantes de la crítica con quienes establecer una reflexiva como profunda dialéctica cuyo vital imagen sea la de no tener compromisos e intereses que la desfiguren y que sea proclive al mercantilismo de la amistad. Asimismo, creo que la dramaturgia consagrada debe irse despojando de esa radical desconfianza y propiciar una nueva zona de intercambio para que el compromiso y las necesarias relaciones entre una y la otra instancia operen una nueva vía para el desarrollo de nuestra particular dinámica teatral.

Si un texto teatral - acabado o simplemente en boceto - se entrega a un crítico de modo previo a su montaje o su cierre y publicación, si un dramaturgo propicia un encuentro para discutir ideas, temas y aspectos propios del oficio con el crítico teatral, si un dramaturgo devela parte de sus incógnitas y parte de sus misterios escritúrales a la mirada reflexiva del crítico de arte quizás, sólo quizás, se pueda acabar con eso que me he atrevido a denominar como el juego de las inconformidades mutuas.

El compromiso es de ambas partes y ello no puede seguirse postergando ya que el futuro del teatro venezolano lo exige y espera.

Ponencia disertada en el
II CONGRESO NACIONAL DE DRAMATURGIA
HOMENAJE A “DON ANTONIO BUERO VALLEJO”
CARLOS E. HERRERA.
21.09.1980